Al despertarme, esta
noche de verano, después de intuir el sonido de la lluvia golpear en la ventana
descubrí, muy a mi pesar, que ni siquiera había podido conciliar el sueño en
esas horas en las que el sol empieza asomarse en el lateral de un cielo enmarcado
en los bordes de los edificios que forman, con religiosa geometría, la
enmarcación del paraíso que hace mi patio interior sin vistas al Edén.
Pronto me percaté de
que ni siquiera esta era una buena madrugada para intentar solucionar el mundo
sentado frente a un ordenador viejo y desgastado en el que las palabras se
resisten a salir de un alma mortecina que ha ocupado la noche en digerir la
actualidad.
Las noticias llegaban
envueltas en el desasosiego de saber que lo peor es la parte más intuitiva de
un ser humano dispuesto a evitar las desgracias ajenas que anunciaban el final
del día festivo.
Y es que ni si quiera
una gota se había despistado para caer en el suelo de un Madrid ausente.
Hoy las redes
sociales, tan dispuestas en otros momentos a criticar irónicamente la coyuntura
de los acontecimientos, lloraban al unísono desde la prudencia de ir,
lentamente, conociendo el desenlace de la tragedia acontecida a los pies del apóstol
que guía el camino de los fieles de todo un universo creyente.
Y me he imaginado a
mi mismo sentado en cualquier vagón mirando al paisaje mientras escucho por los
auriculares cualquier canción de los "Doors" esperando tranquilamente
la llegada a la estación de una ciudad vestida de gala para recibirme, para
recibirnos a los cientos, miles de corazones que elegimos ese destino que nos
espera entre la satisfacción de lo lúdico, la pasión de lo místico y la
seriedad de lo histórico que nos tiene que ofrecer.
Pero la orquesta no
tocó esa noche.
Y dicen que fue después
de atravesar un túnel y que después del estruendo todo se quedo en un confuso
silencio.
También dicen que
solo cuando estas metido en la más profunda oscuridad es cuando, de nuevo,
vuelves a ver la luz.
Y con la luz llegaron
los primeros gritos desgarradores pidiendo auxilio.
Una vez escuche que
la vida es un viaje en tren; que desde la partida vamos dejando cosas en los
embarques, se bajan unos y se suben otros al compas del sonido característico
de aquel convoy que se desliza irremediablemente hacia un destino final que no
siempre hemos elegido y donde a veces no te cercioras, no tienes porque
hacerlo, de que la vida va pasando delante de ti.
Hoy lloro a los que
se han quedado en el trayecto y sufro por aquellos que siguen esperando en el andén
envueltos en la incertidumbre de seguir creyendo en la esperanza del retraso.
Me imagino decenas de
móviles sonando sin respuesta con distintas melodías en aquel silencio
sepulcral que anuncia el fin de la cobertura.
Nos han preparado
para casi todo menos para no sufrir ante los posibles desenlaces de una vida
demasiado alejada de la cruel realidad con la que todos nos tenemos que
enfrentar.
El infortunio se
difuminó en una noche estrellada para dar paso a todos los trámites
burocráticos que acompañan a cualquier desastre rememorándonos de nuevo la
vulnerabilidad de unas existencias efímeras y documentadas con las que
certificar la tragedia.
(Y aparecieron
gobernadores, alcaldes, ingenieros….)
Pero en ese tren
viajaban demasiadas emociones como para entender la crueldad de un sistema no
preparado para los sentimientos.
Supongo que al
amanecer todo será más duro.
Es quizás esa
vulnerabilidad que mencionaba antes la que también nos hace sacer lo mejor de
una individualidad que de repente se convierte en solidaridad para entregarse,
sin concesiones, a la colaboración más desinteresada por ese prójimo que lo está
pasando mal, demostrándonos, una vez más, que todavía nos queda algo de
abnegación en las entrañas.
Lo triste es que solo
nos damos cuenta cuando nos sentimos desvalidos por la cercanía de un nuevo
suceso que ocupara titulares en una jornada para olvidar.
La sociedad, a
diferencia de las instituciones, saca lo mejor de sí misma cuando las
dificultades aprietan.
Hoy más que nunca
estamos todos allí a la salida de esa curva que delimita la línea que separa y
junta a la vida y la muerte en décimas de segundo.
Debería, toda esta
frustración, servirnos para reflexionar sobre quien somos y a donde vamos ya
que muchas veces el camino elegido no tiene nada que ver con aquel planificado
días atrás.
Decía Jim Morrison
que el amor no te libra de tu destino, yo solo puedo procesar esa pasión por
esas gentes y ese pueblo que hoy se sumerge en las tinieblas de la desgracia
desde la cercanía de mi corazón.
Todos viajábamos, de
una manera u otra, en ese tren que iba para el norte.
Todos sufrimos hoy el
infortunio de no saber que pasara mañana.