La borrasca invade todo el territorio nacional sin la piedad
moderada de la primavera que se avecina pero que todavía se ve lejana en el
horizonte cáustico de la presión atmosférica de los tiempos que corren.
El frío se va calando en el cuerpo interrumpiendo que el
carnaval luzca en todo su esplendor anunciando que después de la ceniza volverá
a llegar la temida cuaresma en la que estamos depositando las esperanzas frágiles
de la confianza a unos estamentos, con cientos de estatutos, que nunca seremos
capaces de descifrar.
La lujuria ha dado paso al comedimiento de los embargos de
bienes que alteran cualquier posible serenidad trabajada en busca de un
desasosiego infinito en el almanaque de la resurrección.
Las televisiones anuncian productos capilares clínicamente probados
a los miles de espectadores que, mando a distancia en la mano, intentan cambiar
de canal para no comerse el reclamo de turno de la campaña de turno de la compañía
de turno que, como siempre, divulgará esperanzas alopécicas al noble pueblo que
poco a poco va perdiendo su hermosa cabellera.
Los encuentros decisivos de las distintas competiciones
futbolísticas en las que estamos envueltos, volverán, como las oscuras
golondrinas, a desplazar la comunicación real e importante de los asuntos que más
o menos nos pueden afectar de una manera directa para, como la heroína,
desplazarnos a sensaciones colectivas de una euforia irreal en virtud del
resultado acontecido en el partido de turno.
Los abogados seguirán encerrados inmersos en demasiado
papeleo como para administrar ninguna clase de justicia con el beneplácito de
unos legisladores que elevan las tasas a niveles no aptos para la ecuanimidad
de posibles sentencias arbitrarias en el abismo de un arbitraje, como mínimo,
sospechoso.
Las amas de casa buscaran trabajo para cooperar en la difícil
tesis de cualquier economía domestica que levantar sin, por supuesto, abandonar
sus obligaciones conyugales de comprensión a maridos desempleados.
Los mancebos explorarán, sin resultados, las distintas
vertientes laborales con las que enfrentarse en un futuro no demasiado lejano para
la, ansiada, vida moderna cargada de independencia con la que soñaron la
primera vez que tuvieron una novia que les abandono por cualquiera.
Las mancebas estudiaran en silencio para, al menos,
confiarse a su propio destino escapando del terror atroz de la dependencia de
cualquier posible enemigo más o menos cercano y que aún está por descubrirse.
Los autónomos se cagaran en lo más sagrado.
Los chigreros notaran las bajas de la batalla que acontece
en directo justo delante de la puerta de un local que cada vez se ve más grande
por semana y en el que la música vale dinero.
Los médicos y demás personal sanitario ansiaran los tiempos
pasados y buscaran en lo público todo aquello que se les negó en lo privado
para, creo yo, mantener los salvoconductos de la estabilidad emocional de aquél
que, con razón, entiende la sanidad siempre como algo beneficioso para una
sociedad que demasiadas veces piensa en las pérdidas.
Los mineros harán cruces y renegaran de Dios, quien diría
les pillara por sorpresa la tragedia repetida.
Los artistas sufrirán la pesada losa del aumento de los
impuestos en las entradas, la bajada abismal de las subvenciones y la
desesperación propia de la insatisfacción vital de aquel que se siente
desplazado por los acontecimientos que rodean el “karma” infantil del optimismo
moderado de la creación.
Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado se mantendrán,
después de lavarse las manos, en alerta ante posibles revoluciones de las que
probablemente formen más parte de lo creen.
Los inmigrantes despertaran del sueño aquel que tuvieron un
verano a las orillas del mar al descubrir que la emigración se pone de moda
incluso para los autóctonos.
Los políticos seguirán agarrándose al palo ardiendo de la
inmunidad parlamentaria sin entender que algún día se van a quemar.
Los bomberos estarán atentos.
Los elefantes temerán a los monarcas de más de cincuenta
años mientras los yernos “reales”, tipos altos que fueron olímpicos, evitaran su presencia en actos públicos para,
como decirlo, no molestar.
Las reinas, gracias a Dios, seguirán alegrando mis jornadas
entusiastas de botellín y tapa en el bar aquel de cuyo nombre no puedo
acordarme.
Los psiquiatras se harán de oro.
Los psicólogos serán argentinos enamorados de la clase técnica
de un jugador nacido para deslumbrar a un mundo que no es portugués.
Los tesoreros declararan las cuentas pendientes en
tribunales oscuros y lúgubres, los joyeros visitaran los países nórdicos y los
banqueros te sacaran los ojos nuevamente luciendo teatralmente su sonrisa de “Profident”
al domiciliar la nómina.
Corea del Norte hará pruebas nucleares, Corea del Sur lo
denunciará.
Pero lo más duro queridos compañeros es afrontar con
serenidad la renuncia de “El Santo padre” a sus obligaciones.
Supongo que las tesis arcaicas de un tipo vetusto afectado
por demasiados frentes abiertos en el país más pequeño del mundo no influirán
en el hecho constatado de que nadie es lo suficientemente importante como para
cuestionar mi fe.
De todas maneras me llena de orgullo y satisfacción entender
que hay gente en las alturas dispuesta a renunciar a sus funciones al entender
que es lo mejor para la institución de turno políticamente hablando.
A ver si alguien más aprende.
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