En estos días fríos y lluviosos que nos anuncian más antes
que después la llegada de la primavera, la sede vacante del Vaticano celebra el
Cónclave, la reunión del colegio cardenalicio que se celebra para elegir un
nuevo Papa en la Capilla Sixtina.
Parece ser que los purpurados, durante el tiempo que dura la
elección, podrán pasear por toda la Santa ciudad pero no se podrán comunicar
con persona alguna del exterior ya que las deliberaciones serán absolutamente
secretas.
No en vano el termino Cónclave procede del latín “cum clavis”
(“bajo llave”) ya que las condiciones de reclusión y máximo aislamiento eran en el pasado bastante más radicales que en la actualidad con el
fin de evitar intromisiones de ninguna clase.
Yo, como decía aquel, me encuentro más en la parte secular
de cualquier divinidad que se precie y soy más bien poco amigo de ninguna clase
de reclusión necesaria o innecesaria en cualquier plebiscito posible en el que
tenga voz y voto para impulsar una alternativa.
Opino, desde el respeto más absoluto a las creencias de
cualquiera, que toda la parafernalia de cualquier clase de celebración litúrgica
es, como mínimo, lo suficientemente llamativa como para llamar la atención tanto
de los súbditos como de los posibles incrédulos que observaran desde la lejanía
emocional la conmemoración de, probablemente, el más importante acontecimiento
de la Iglesia católica.
Pero como decía al principio de este escrito está el tiempo
lo suficientemente desagradable como para entender que el invierno no nos
quiere abandonar a pesar de las posibles elecciones celestiales que tengan
lugar en suelo Santo.
Es lógico entender que sí hasta las jerarquías espirituales
más conocidas se politizan, como no lo van a hacer sus líderes una vez
elegidos.
Nadie es lo suficientemente importante como para cuestionar
la convicción ideológica de él de al lado ya que las creencias de cada uno son
lo suficientemente íntimas como para no tener que compartirlas evitando, en
algunos casos, conflictos emocionales que puedan alterar la paz interior de la
doctrina que cualquier pecador pueda amaestrar en una sociedad necesitada de “milagros”.
(Y es que la fe mueve montañas, dicen).
Pero es también por ese motivo por el que los menos dogmáticos
dudamos de la arbitrariedad de cualquier pastor supremo para jugar con esos
sentimientos de un colectivo necesitado de líderes emocionales, dóciles miembros
sumisos de cualquier congregación con convicciones basadas en un mensaje de
esperanza y humanidad.
(Demasiados sentimientos a flor de piel que manejar).
Y es que somos los primeros en ser conscientes de las
imperfecciones de un ser humano que durante la historia nos ha demostrado
la abismal distancia que separa lo divino de la parte más carnal de las almas
terrenales, corazones que se han enzarzados en infinidad de
conflictos bélicos por culpa de las distintas creencias con las que convivir en
un lugar llamado mundo.
La buena voluntad de las instituciones es una mera
formalidad burocrática que a diferencia de la humana se demuestra en las
palabras escritas y no en los hechos.
Palabras que crean frases que a su vez se transforman en
preceptos caducos al existir desde los tiempos inmemoriales de unas sociedades
extinguidas ya en el olvido y de las que poco tenemos que ver en una sociedad
actual que ya no depende exclusivamente de la potestad de un colectivo que
utilizo su autoridad como divina apropiándose, en exclusividad, del derecho a
formar a una humanidad analfabeta a la que poder utilizar a su antojo.
La buena voluntad jamás ha tenido uniforme.
Aquel profeta al que los despiadados creyentes crucificaron,
nunca imagino el imperio que empezó aquél que le negó tres veces.
La ambigüedad de lo místico es lo suficientemente irracional
como para entender la pasión desorbitada de los fieles más entusiastas que
hacen del fanatismo su visión global de una ideología peligrosa cuando se
acerca al extremismo.
Pero ni son malos todos los que están ni son buenos los que
son.
Hoy, en este día desagradable y polar del mes de Marzo, un
jesuita argentino se ha convertido en el Sumo Pontífice y lider espiritual de la Iglesia Católica.