Salió a la calle sin tener demasiado claro donde había
estacionado el vehiculo la noche anterior y ya en el recodo del portal descubrió
que las prisas de nuevo le habían jugado una mala pasada al descubrir, en el
término más horrendo de la expresión, que se había dejado las llaves dentro de
aquel apartamento situado en la zona noble de la ciudad.
Era consciente de que aquella fresca mañana de Abril le iba
a ser prácticamente imposible mantener intacta aquella máxima de la puntualidad,
principio básico de una forma de ser exigente y profesional en todo aquello relacionado
con un curriculum vitae en continuo movimiento.
La lluviosa noche anterior dejaba en el ambiente un aroma a
frescor de lavanda en la costanilla que rodeaba su bloque de viviendas ocupadas
por vecinos con los que las relaciones sociales brillaban por su ausencia.
El despertador, aquella mañana, había sonado demasiadas
veces como para intentar, de verdad, despertarse de alguna manera en aquella
cama ocupada por dos cuerpos entrelazados bajo un edredón blanco del que nunca
quiso salir.
Es cierto que llevaba demasiado tiempo alternando cada
jornada con esa sombra que poblaba los pasillos en el silencio de una soledad
furtiva y no deseada, es cierto, también hay que decirlo, que aquellas baldosas
blancas estaba demasiado frías como para corretear desnuda por un apartamento decorado
con los restos de un fin de semana de comida a domicilio y tabla de planchar
empotrada a la pared trasera de una minúscula cocina americana.
Nunca pensó, ni siquiera en sus más intimas fantasías, que
renunciaría a casi todo a cambio, lamentable trueque, de un ratito de compañía cada
atardecer con la caída del sol después de volver de trabajar.
Más de una vez le intente explicar que nada es gratis en
esta vida mísera y reprochable, nunca me escuchó.
Llegó al trabajo dispersa y acelerada al saberse responsable
de la perdida de tiempo de un global que nunca tuvo un momento para ella, se
adapto, como durante todo un pasado obtuso en el que se escondía debajo de su
ordenador, a desarrollar su función desde la más estricta competencia en total
rivalidad con ella misma y asintió, aunque no siempre de buena gana, a las
palabras de cualquier superior que se dignara a encargarla cualquier clase de
responsabilidad envuelta en humo.
En la jornada laboral de aquellas siete horas disfrazadas de
ocho, las competencias se volvieron frustraciones en la búsqueda de la salida a
una libertad individual que nunca acepto porque, a pesar de subsistir en su
particular clausura no se supo enfrentar a la perdida de la independencia en
pareja.
Ella era consciente de que al volver, él ya no estaría.
Y cualquier plan pasado empezó a formar parte concretamente
de eso, del pasado.
Caminando descalza por aquel suelo descubrió entre la ropa
sin planchar el número de teléfono que evito el suicidio colectivo de un espíritu
demasiado rebelde como para demostrarlo.
Y se despertó.
Se despertó bajo aquel chaparrón sin entender, a pesar de
los pesares, su ausencia en aquel fin de semana de aniversario en el que había
decidido viajar a Barcelona dejándola desamparada en el largo camino de la
incomunicación con la excusa de ver el fútbol.
Bajo el edredón dormía otro.
NOTA: Relato dedicado a aquellas nobles personas que mañana verán el Clásico y que confunden a Naranjito con una Mandarina.