Recuerdo aquellos televisores de juguete, pequeños y de
plástico en los que con cada clic, por un visor, veías famosas estampas del
emplazamiento donde, en el mercadillo de turno, habías comprado tan original
souvenir de recuerdo de alguno de esos viajes a lo más profundo de aquella
España rural y campesina que sonreía despreocupada esperanzada por el auge de
aquel turismo patrio.
Imágenes que reflejaban los más bonitos parajes del lugar desde perspectivas fílmicas que exageraban la belleza de aquel contexto introduciendo, en aquel especial carrete, escenas populares de las fiestas religiosas que llenaban de orgullo y satisfacción a todos esos individuos autóctonos que, como anfitriones, sacaban a la luz de aquel sol primaveral sus mejores galas de domingo de resurrección.
Mientras, los turistas, inmortalizaban todas las esquinas de
todas las calles del pueblo con unas cámaras de fotos de antiquísima
generación que necesitaban ser reveladas posteriormente para presumir, ya en la
ciudad, de las aventuras de los viajes al fin del mundo con los que satisfacían su ego de trotamundos urbanos.
Fueron probablemente dos “españas” no tan diferentes a lo que en principio pudieran parecer.
Era por otra parte, una época bonita en la que los “recuerdos de…” abundaban
encima de la televisión con ocho canales y dos cadenas o la mesa camilla con
brasero escondido en los bajos oscuros de un salón demasiado estancado en el “rococó”
de la infinidad de adornos (regalos de bodas, retratos familiares, toreros de
pega, barbies folclóricas, toros con bandera patria, ceniceros de mil formas y
colores, centros de mesa…) que embadurnaban la visión obscena de el centro de
reunión de cualquier hogar en el que pasar el polvo era un reto increíble tan
solo reservado a verdaderas especialistas en el noble arte del plumero.
Aquella me visión me trae a la cabeza recuerdos agridulces
de una época que recuerdo entre las sombras propias de la clandestinidad de aquél
niño que admiraba las casas americanas que nos mostraban las series que invadían la programación de la primera cadena y que, valga el ejemplo,
estaban los suficientemente lejanas como para soñar con ellas.
Recuerdo también un cierto olor casposo que invadía los
hogares más conservadores de generaciones ya demasiado mayores como para
enfrentarse a la modernidad de una sociedad que se estaba remozando a
perspectivas diferentes en una nueva comunidad que se empezaba a rejuvenecer,
olvidando, olvidándose, de todo aquello vetusto que acompañaba su
caminar por la vida.
Los tiempos estaban cambiando y todo transcurría lo
suficientemente rápido como para acordarse del ayer.
Hoy, en el siglo veintiuno, las cosas retro incluso tienen
su gracieta para los amantes de lo extraño que, como ya no saben que inventar,
le dan la suficiente relevancia como para aprovecharse de los recuerdos en el
codicioso mundo de las modas intranscendentes.
Pero, hoy, revisando las noticias en televisión, he visto a ciertos
personajes envueltos en las tramas de un juicio por blanqueo de capital
derivado en el caso Malaya y he asumido que la España actual no se ha distanciado tanto de aquella de Camilo Sesto y su Jesucristo
Superestar.
El esperpéntico juicio mediático de unos personajillos que
hace tiempo posaban a sus anchas en todos los canales en los programas esos
conocidos como del corazón, me ha demostrado que seguimos siendo un país de
pandereta.
Tipos que disfrutaron de demasiados minutos de gloria con los
que Andy Warhol definió aquello de lo efímero y que se pavoneaban bajo los
focos de las cámaras haciéndonos ver que eran gentes de bien que alternaban en
las zonas vips de los mejores reservados de la costa del sol occidental en las
orillas de un Mediterráneo, hay que decirlo, prostituido por el calor de la
codicia del dinero negro y que fue pan para hoy y
hambre para mañana.
Y es que ese capital salio de unas arcas públicas de una demografia que creyó en la utopía de unas gentes que gobernaron a nivel
local sin más interés que el suyo propio y que, esto es lo más grave, lo
consiguieron siendo elegidos democráticamente por una ciudadanía que se tragó la
historia de los panes y los peces en aquel paraíso artificial.
El problema es que los fulanos se creyeron las mentiras que
contaban mientras de repente se estancaban atrapados por tener que
responder en la vida con aquello, que creían, tenían preparado y que no
supieron contestar para brindarnos uno de los espectáculos más lamentables de
los que yo puedo recordar.
Un ex alcalde, una ex mujer despechada y una folclórica menopáusica
demostraron al mundo que no es lo mismo ser que estar.
Minutos y minutos de televisión en “prime time” para
demostrarnos que seguimos teniendo el toro encima de la tele y que pasamos de
la expresión de ¡guapos! a la de ¡chorizos! en cuestión de segundos sin saber, o
entender, que el espíritu local de un reino distorsionado en lo que a la
corrupción se refiere no entiende de reglas básicas para diferenciar a un ladrón
de un famoso del que solo por su situación dispondrá de un juicio paralelo.
Lo más triste de todo es que la costumbre, a pesar del
momento y de la sensibilidad común en esta época, nos hará ignorar que estos
gilipoyas se pasearon altivamente por todos los programas intentando
demostrarnos como funciona el mundo surrealista que se inventaron como
personajes y del que fueron víctimas, todo hay que decirlo, con la complicidad
de un populacho encantado con los dramas alternativos de los protagonistas de
los espacios de mayor audiencia de las cadenas generalistas que se hacen
millonarias gracias a la basura mediática de gentes imbéciles que incluso
desconocen que el anonimato podría ser su mejor virtud.
Así que muchos deberían reflexionar sobre su código de
conducta al reflexionar sobre los hechos expuestos en sentencias de las que
todos, en parte, somos más culpables de lo que podemos imaginar al haber, por
ejemplo, agotado revistas con portadas lamentables en la que ellos eran los
protagonistas de un circo tristemente lamentable sacado de cualquier película
de Fellini.
No nos rasguemos por tanto las vestiduras al observar las
miserias ajenas de los saqueadores sacados de aquel pueblo rural en el que te vendían
aquellos souvenirs de plástico.
Todos podemos caer en la tentación de volver al pasado.