Hay dos clases de personas que viajan en metro a esa hora en la que el sol está a punto de fichar, las formales que buscan un jornal con el que alimentar a sus poyuelos y las lascivas, seres extraños de una noche más que buscan sin encontrar nada viable en el oscuro mundo de un deseo exilado a galernas.
Las formales, gentes de bien que madrugan habitualmente para cumplir con unas obligaciones algo alejadas del concepto básico de la satisfacción, viajan sentados en un vagón silencioso entretenidos en la lectura del periódico gratuito de turno o del último libro recomendado por cualquier compañero con dotes críticas para el ocio con evidentes signos de somnolencia intentando, por decirlo de alguna manera, disfrazar de palabras el cruel destino rutinario que dicta el temido despertador.
Las fiesteras, crapulillas aficionados a un desbarajuste horario en un ciclo vital alejado de un itinerario en el que visualizar el fin de trayecto, peregrinan las estaciones observando, como aves de rapiña, la posibilidad de cualquier último encuentro visual dentro de la inquietud cercana de la más que posible posibilidad (valga la redundancia) de repetir un retiro a unos aposentos que esperan como siempre oscuros y en soledad.
Sombras nocturnas que se escudan en la embriaguez con la más descarada intención de seguir soñando.
Al final lo de siempre, distintas maneras de trasladarse a confines dispares en desiguales condiciones manteniendo una dirección contraria en la que siempre existe el riesgo de una colisión frontal.
A eso del mediodía, la visión iluminada del interior del coche desde el andén, cambia por completo los parámetros anteriormente citados para encontrarnos más similitud entre sus ocupantes.
En esas horas en las que lo necesario es la pausa, el botellín y el aperitivo, la masa social requiere el lenguaje como medio de expresión, maniobra subjetiva de una mente que procesa necesariamente una válvula de escape de las obligaciones cotidianas para favorecer la energía encorvada del esfuerzo mañanero.
Es entonces cuando se dibujan por todos los rincones de un vagón, insisto, demasiado iluminado, pequeñas conversaciones entre compañeros de profesión, academia o facultad a los que el entretenimiento importa más que la relevancia del mensaje transmitido.
Es también momento de tertulia banal en los bares de barrio que inundan la ciudad y que hacen que las gentes de bien se guarezcan de la estrepitosa tormenta que les rodea y al que, como hormiguitas, los anónimos manifestantes de las causas perdidas salen de la boca de la parada más cercana al menú del día para establecer las pautas concretas de la jornada que les queda por vivir.
La tarde, probablemente influenciada por la menor frecuencia de trenes, se vuelve lenta y pesada esperando prudentemente la mágica hora de la liberación de responsabilidades para acometer el ineludible episodio de la emancipación donde de nuevo, y también en sentido contrario, coincidirán esas dos filosofías de conductas divergentes.
Y las dos se lamentaran de la desdicha del de enfrente asumiendo de nuevo el enorme riesgo de esa posible colisión frontal.
Pues, queridos míos, ha llegado la hora.
Y no es una, no.
Serán cuatro encontronazos a vida o muerte para demostrar la hegemonía de las posibles virtudes ante los posibles defectos que marcaran el éxito o fracaso deportivo de una campaña que se acerca a un final de infarto.
Mañana empieza un festival del que, os puedo asegurar, alguien saldrá malherido.
¡Que empiece el espectáculo!
Jornada treinta y uno.
Manita de un Valencia agarrado a pies y manos a una tercera plaza que no quiere abandonar a un Villareal demasiado preocupado en Europa.
El Madrid, quizás guiado por esa fe que le caracteriza como defensor de las causas perdidas en una liga en la que ya le daban por muerto, asalta la Catedral dando un golpe de autoridad antes del derbi.
El Barcelona por su parte hace los deberes contra el colista no haciendo quizás su mejor partido o, también quizás, reservándose para los envites de un mes cargado de exigencia.
Vete tú a saber.
El Atlético gana con solvencia para ponerse en el retrovisor de un Sevilla que empata a costa de un Mallorca aburrido y deshinchado.
Hércules, Espanyol, Levante, Málaga, Racing y Deportivo firman unas tablas que, quizás con la excepción de los de Valencia, sirven para poco a pesar de la importancia de seguir puntuando.
Triunfo agónico de un Zaragoza que, como decirlo, echa balones fuera para meter en la disputa a un Getafe que se acerca demasiado a un precipicio que no conoce también como un Sporting que intenta por todos los medios cambiar la ruta ganando en casa.
Mención especial:
Llene sus neveras de cerveza, reserven mesa en el bar de al lado, manden a su queridísima esposa de vacaciones, eviten el humo de los clubs, reduzcan la velocidad, manden a los crios de campamento, pidan ese día que les debe la empresa de descanso que esto empieza señores.
ATENCIÓN: ESTACIÓN EN CURVA. Al salir tengan cuidado de no introducir los pies entre coche y andén.
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