Rememorando las vivencias olvidadas en un pasado
relativamente cercano me he puesto, de madrugada, a revisar apuntes literarios
en carpetas escondidas en recodos oscuros de lugares poco utilizados de lo que
viene a ser conocido como mi dulce morada.
Y descubrí, dentro de esos archivadores, un buen puñado de
momentos de los que ya mi convaleciente memoria había trasladado a un olvido medianamente
relativo en lo que a la evasión se refiere y, que inconscientemente, estaban
escondidos envueltos en ese polvo que el tiempo tiene como costumbre de dejar
en las estancias que, como decirlo, se mantienen en las sombras de ese rancio aroma
del pasado.
Lo bonito de las cartas amarillas suele tener mucho que ver
con la ingenuidad de la falta de experiencia de aquel individuo soñador que una
vez quiso comerse el mundo desde, por desgracia, el prisma difuso de un
romanticismo creciente en aquellos años en los que el cielo estaba más cerca
del mar y, es ahora, cuando desde la visión subjetiva de la intolerancia propia
de una madurez cercana al adulterio, rememoramos con nostalgia los envites
lejanos de una virginidad inmortalizada en fotografías en color de aquel verano
gris en el que te enamoraste de un sueño que al final del mismo volvió a su
lugar de origen.
Y por supuesto que la correspondencia fue poco a poco dando
paso al olvido.
Hoy, como ayer, miramos demasiado de frente al futuro sin ni
siquiera tener constancia suficiente de lo importante que es a veces echar la
vista atrás consiguiendo, sin intentarlo, acercarnos demasiado a ese precipicio
peligroso en el que la retentiva brilla por la ausencia total de
conmemoraciones a las que agarrarnos para sentirnos vivos y que, ¿de verdad no
os acordáis?, formaban parte importante de todo aquel proceso creativo que nos
llevó a la búsqueda constante de una sabiduría que aún esta por llegar.
Son esos pequeños retazos de sentimientos con formas de palabras
los que de repente te trasladan simbólicamente a ese país de nunca jamás del
que, valga la redundancia, jamás debiste salir, dentro (a ver si nos
entendemos) de un concepto romántico e irreal de lo que se puede entender como
evolución.
Dicen los sabios que pobre del país que se olvida de su
pasado, advirtiendo, de un modo simple y cercano, que hay cosas que jamás se
deberían volver a repetir.
Y a pesar de que estoy de acuerdo con las formas, mucho me
temo que no lo puedo estar con el modo abrupto de solo querer recordar los episodios
negativos de una generaciones anteriores que atrapadas en diferentes contextos
también fueron claves para la evolución posterior de los coetáneos que
actualmente tienen el peso de la responsabilidad futura.
Pero para entender la globalidad social de este mundo
plural deberíamos empezar por la singularidad manifiesta de todas esas
pequeñas cosas que nos hicieron creer en un mundo mejor.
Y esas cartas amarillas que de vez en cuando deberíamos
desempolvar son pequeños manifiestos de aptitudes nihilistas alejadas de el
ruido y la polución de una sociedad que te obliga a vivir al límite del límite
de la velocidad permitida en cualquier carretera nacional de doble sentido.
Hoy celebramos la victoria del Madrid y mañana ya tenemos “Champions”.
Evitando cualquier posible infarto de miocardio os invito a
navegar en ese pasado oculto que tenemos guardado en cajas de cartón para, por
lo menos, olvidar a ratos el presente de una competición demasiado intensa para
cualquier equipito de futbol siete que aspira a un trofeo que aún está por
decidir.
Podéis ir en paz.