Los años van pasando y te hacen objetivamente observar las
cuestiones básicas de las relaciones humanas de forma sutilmente diferente. Te
hacen incluso cambiar la imparcialidad de los actos de los personajes que
rodean un ámbito a veces plagado de rivalidad excesiva en un entorno que poco a
poco se va convirtiendo en territorio demasiado hostil para la coherencia.
Los valores, como en los mercados bursátiles, bajan enteros
al descubrir las verdaderas debilidades de un personal demasiado sensible en
las palabras y demasiado arriesgado en los hechos puntuales de una declaración
emocional y utópica que en nada tiene se parece a la realidad simbólica de un
ideología barata en los tiempos que corren.
Al final, el camino desorbitado de la existencia, abre y
cierra puertas a la imaginación menos egoísta de aquellos fieles que se
mantienen al margen, gentes que se dan cuenta de que la reflexión esta por
encima de la frustración para o, con el único objetivo, de seguir construyendo
las bases nada sólidas de la redención.
El reconocimiento mutuo del que antes alardeábamos se
transforma lentamente en decepción al entender que los mundos, a pesar de ser
paralelos, siempre han formado parte de distintos contextos demasiado alejados
como para procurar pararse un segundo a reconocer al individuo como una entidad
única, autodeterminación personal en función de las determinadas opciones
individuales que cada cual pueda disponer.
Pero vivimos en un mundo enloquecido y demasiado poco apto
para corazones propensos a infartos de miocardio que utilizan la pasión para
evitar la carga y el desalojo de cualquier negocio local en medio de una
manifestación decorada con demasiadas lecheras.
Tasaciones revolucionarias que hacen rápidamente transformar
el anonimato en una cuestión mucho más pública y mediática a beneficio de unas
redes sociales que echan demasiado humo negro en el cielo gris.
Es ese, el valor de la inconsciencia, el que hace por
momentos seguir creyendo en esa gente que de repente actúa por convicción
personal afrontando las responsabilidades de sus actos sin temor a equivocarse
al disponer la entereza suficiente de saberse libres al afrontar los errores
con la osadía del arrepentimiento.
Y quizás eso es lo que más se hecha en falta en una clase
política demasiada ocupada en disimular sus errores en el vacío de los
discursos repetitivos con los que nos decoran los telediarios públicos a esas
horas en que a punto estas de comer.
Tenemos actualmente tal exceso de información que lo único
que se puede afirmar es que estamos rodeados por todas partes de confusión.
Lo que ayer fue noticia hoy ya ha pasado al olvido y lo que
mañana lo será es lo único que interesa a unos medios de comunicación lo
suficientemente voraces como para no atender a razones.
Y las razones, decía un entrenador portugués, son
exclusivamente deportivas.
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