Aquel domingo, por extraño que
parezca, anunció la llegada de la nueva estación de la
manera más sutil posible dejándonos un silencio extraño
que invadió los rincones oscuros de una ciudad que se
despertaba, a eso de las cinco de la tarde, bajo los rayos de luz de
un cielo que anunciaba tormenta.
El otoño llegaba con la resaca
añadida de los anteriores excesos que se difuminaban después
de un sueño profundo que después de la narcosis nos
devolvía de nuevo a la realidad de aquello conocido como
existencia.
Todo anunciaba el comienzo de nuevo de
aquel flamante curso al que enfrentarse otra vez como años
anteriores, nueva aventura local envuelta en perfume obrero del
extrarradio de una capital con muchos matices expresados en los miles
de grafitis que invadían los distritos de la ciudad.
Noche de fiesta festiva en vísperas
de un lunes amargo y laboral con olor a humedad y limpieza.
Septiembre se iba consumiendo entre la
irrealidad de un verano para recordar y la realidad atmosférica
de lo más crudo de un crudo invierno que llegaría
después de la verbena.
Y entonces, justo antes del guateque,
se fue la luz.
Aquel fundido en negro se volvió
gris como la tinta de la impresora que consiguió el milagro de
la ilusión de aquellos corazones expectantes y sonrientes que,
boleto en mano, miraban alucinados a la bóveda nocturna
encapotada de aquella jornada eclipsada por los acontecimientos.
La realidad volvía de nuevo a
superar la ficción de un posible aplazamiento temporal de
aquel posible delirio emocional que, al menos, aliviaba la tortura
semanal de llegar a fin de mes.
Y el sueño se convirtió
en pesadilla.
Los aficionados se transformaron en
manifestantes ansiosos de la devolución de un importe
demasiado prohibitivo para economías sumergidas situadas al
otro lado de un cordón de seguridad no imaginario y que se
encargaba, disciplinadamente, de dividir a la sociedad en poseedores
de entradas de grada baja y beneficiarios de exclusivos pases de
palco.
Los iluminados se quedaron a oscuras en
plena calle de Vallecas para despertar de nuevo en pleno corazón
de Madrid dos días después.
Algunos, lo más mayores,
recordaban anecdóticamente los diferentes apagones acontecidos
en los años aquellos en los que soñar todavía
estaba permitido, acordándose, recordándonos, que la
lucha personal era la única manera de defender la dignidad de
los conceptos básicos de una igualdad que, a base de
sacrificio, habían conseguido establecer bajo la serena
postura de unos altos cargos que observaban desde la lejanía
en aquellos años en los que había más que perder
que qué ganar.
El palco era difícil pero alguno
consiguió la tribuna.
Les asustaba, a los mayores, perder de
nuevo todo aquello que se había construido pensando únicamente
en el bien común y, que, por causas ajenas a nuestra voluntad,
se había ido lentamente distorsionando en lugubres momentos de
lo conocido como “nuevo orden mundial”, adjetivo que por otra
parte poco tenía que ver con un humilde club de afiliados cuya
máxima PRETENSIÓN no era otra que seguir manteniendose
en la liga de las estrellas.
Por eso, los mayores, supieron antés
que nosotros, los jóvenes, la fragilidad de la burbuja en la
que nos encontrábamos y que en cualquier momento podía
explotar y no asintieron al escuchar la propuesta ilógica de
aquel importe que compraba la ilusión.
Gracias a ellos este equipo existe.
Gracias a ellos, todavía podemos
disfrutar.
No lo olvidemos.
Más antes que temprano la luz
debera de volver a iluminar el mayor espectaculo del mundo.
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