En la penumbra crepuscular de cualquier sesión nocturna,
cuando los gallos del amanecer descansan recluidos esperando de nuevo una nueva amanecida que les vuelva a hacer creer en su fortaleza rutinaria, trabajamos bajo las
sombras de esas horas intespectivas en lo que lo más que se llega a distinguir
es el ruido del viento a través de la ventana semi abierta de una habitación
solitaria y, cigarro en mano, buscamos el momento perfecto para investigar
dentro de el subconsciente las maneras de expresar en forma de palabras lo que
sucede alrededor.
El silencio, gran aliado en casos como estos, mantiene fija
la vereda que separa la cordura de la enajenación absurda de una sensatez
rescatada de los ademanes sociales que nos representan en este mundo poco
cordial con los soñadores.
Esa quizás puede ser la razón por la que ejerzamos nuestro
derecho a redactar la somnolencia de aquellos extraños que están a punto de
desperezarse para, de nuevo, reinventar el mañana, donde, con la lucidez de los
desayunos, se aprovecharan egoístamente de mi lenguaje para llevarlo a terrenos
menos inhóspitos en el universo dramático de la co existencia común.
Y al convertir el agua en vino, cual parásitos de lo más
lascivo, intercambiaremos los papeles al ser ustedes los que hagan mis palabras
suyas mientras, permítanme, un servidor se volverá de nuevo a introducir en el
ataúd de IKEA que tanto me costó montar.
Son esas horas en las que la televisión descansa dejándonos,
valga la redundancia, descansar.
Y es ese aparato, con el volumen quitado, el que acompaña la
soledad de aquel que sigue observando las sombras que pueblan los pasillos
mientras observa, de fondo, imágenes de unos atletas paralímpicos demostrando,
con creces, un afán de superación que muchos ansiamos poseer buscando, porque
en algún lado la tuve que poner, la voluntad que de vez en cuando echo en
falta.
Palabras mayores que diría aquél.
En estos tiempos del sálvese quien pueda deberíamos tomarnos
unos instantes de reflexión ante las oportunidades que, a lo mejor sin
merecerlo, tenemos los afortunados seres que no sufrimos (al menos en
apariencia) discapacidades físicas, mentales o sensoriales, gentes de bien que
desconocemos el significado de las discapacidades motoras.
Y por supuesto que no estoy negociando con la sapiencia de
mis queridos lectores de la cual no dudo, tampoco, y me gustaría que esto
quedase bien claro, intento con este reportaje ahondar miserablemente en la
bondad, humanidad y sensibilidad de un público acomplejado y cínico que se
crece con las desgracias ajenas, quiero entender que ese tipo de seres no son
mis leyentes.
El “sensibilismo” me da bastante por el culo.
Intento expresar el verdadero problema de lo que observo en
cualquier rincón del alma urbanita de una población demasiado ocupada en perder
los años que les quedan por vivir, la INCAPACIDAD.
Mucho me temo que a veces tomamos como ejemplo arquetipos,
marcados a sangre y fuego por imposición legal de aquellos que cambian las
tendencias, sin pararnos un segundo a valorar nuestras propias deficiencias.
Y es triste compañeros.
La putada es que, a día de hoy, no existen Olimpiadas para
los incapaces.
Y lo triste, como es de lógica, produce tristeza.
El desconsuelo siempre es entendible y probablemente la
melancolía haya sido la responsable de los mejores versos que se han podido
leer.
Pero la aflicción son palabras mayores en la personalización del que lo sufre;
es el llanto quejica de un bebe que quiere comer, es el momento justo en que la tarde de invierno da paso a la
noche fría y lluviosa de aquel marido divorciado encerrado en un estudio de
alquiler, es la última página de la adolescente marchita que acaba de
descubrir el desamor en el cuarto de baño de un instituto público, es un jubilado viudo viendo la vida pasar ya sin cómplices
en vida, es la nostalgia de aquello, de lo nuestro, aquello que se quedo estancado en un pasado, es ....
Son demasiadas cosas.
La desdicha siempre estará al acecho de cualquier mortal que
se precie y que tenga un cierto grado de sensibilidad, por supuesto, pero la
incapacidad es la que hará la sucia labor de mantenerla estancada en el triste
espíritu de aquel que no sabe luchar.
Pobre del que llora en silencio porqué quizás nadie le
prestara la atención suficiente como para aminorar la caída.
Pobre del que llora en público pues demostrara que es la
necesidad manifiesta de acaparar, aún más si cabe, la atención en el centro
mismo de un egocentrismo exagerado.
La princesa esta triste….
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