Es cierto, es muy cierto aquello de la depresión post
vacacional que seguimos padeciendo sin recordar aquello de aquel que tropieza
dos veces en la misma piedra mientras, nos volcamos de nuevo en saber entender,
aquello repetido de, el reencuentro con la rutina.
Momentos de reflexión máxima en los que deseamos
ansiosamente aquello conocido como jubilación.
La ciudad, en el regreso no deseado, se convierte en todo
aquello alejado de la complicidad anterior en el que se junta el hambre con las
ganas de comer.
Y los omnívoros sociales nos volcamos en aquello de retomar
las costumbres pasadas que en la playa quisimos cambiar, pequeños detalles
vitales que nos arrastran a la existencialidad más absoluta entre botellín y
botellín.
Y volvemos con fuerza para volver a intentar demostrárnoslo
otra vez.
Es ahí la clave, el detalle importante de saber resistir a
una primera semana de poco trabajo y demasiado reencuentro.
Después, poco a poco, nos iremos enredando en el subsuelo de
la transición eclesiástica de nuestras anónimas
existencias para, de repente, necesitar de nuevo la dosis mercenaria de la
absolución laboral en, a poder ser, fechas cercanas al día de hoy.
Hubo un gilipoyas, me contaron, que dijo aquello de que el
hombre nació para trabajar.
No me preguntéis por él, no recuerdo su nombre.
Hubo listos que apostaron por lo contrario convirtiéndose en
exactamente en aquello por lo que nunca apostaron, transformarse lentamente en
seres nihilistas que se adaptan a los tiempos actuales sin expresarse de modo
ninguno encerrados en su pequeña individualidad.
Gentes silenciosas que se reducen emocionalmente a aquello
antiguo de seguir pasando desapercibidos ante el ruido mediático de aquello
conocido como exceso de comunicación.
Hablando de las cosas antiguas me desplazo, buscando un
soplo de aire fresco, emocionalmente hacia un pueblo situado a cuarenta y dos
kilómetros al sur de la capital
castellano manchega (Toledo).
Una pequeña población de unos seis mil quinientos habitantes
que en los festivos o en las épocas estivales aumenta notablemente su población.
Es San Blas su patrono y es Olvido Hormigos su concejala
socialista.
Hasta aquí todo normal.
El pueblo, me cuentan, es un enclave tranquilo en el que
todo el mundo se conoce dentro de unos parámetros solo permitidos a los núcleos
pequeños de población y, detalle mucho más importante, todo el colectivo
respeta la individualidad del vecino de al lado dentro de los límites
educacionales de la discreción.
De repente, las redes sociales, cárceles con celdas
expuestas a la observación, alteran la paz infinita de la sombra de los
cipreses.
Y el silencio de aquellos que alternan en la idiosincrasia se
transforma,entonces, en un murmullo popular que invade, cual sombra oscura,
las paredes de unas calles antes silenciosas.
El alzamiento de voz popular se transforma en noticia y el
pleno del ayuntamiento en trending topic.
Y yo disfruto de ese paréntesis maravilloso con el que me
encuentro a la vuelta de Benidorm, momento utópico intermedio entre el placer y
el desenfreno de las obligaciones sindicales en el organigrama de una agenda
saturada de frustración.
Increíblemente, no recuerdo la última vez que me ocurrió,
empiezo a valorar a una figura política por sus formas y su aptitud.
Incluso, por momentos, me planteo censarme en aquel paraje húmedo.
Al final desisto y me mantengo alerta esperando que de
nuevo, cualquier diosa que se precie, me vuelva a sorprender.
Respiro en alto y me siento feliz, la vida puede ser
maravillosa.
¿Puedes escucharme Cristiano?
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