Muchas veces, casi habitualmente, cuando te enfrentas en la
soledad de una madrugada más a esa temida página en blanco que quieres rellenar
con conceptos sutiles de distintos temas con los que entretener a un lector
imaginario, te contrapones simbólicamente a las más oscuras frustraciones que
asoman en la recámara de la cabeza que trabaja, adimensionalmente, en otro
espacio tiempo diferente al del baile carnal de unas neuronas espesas envueltas
en pieles sin cuerpo debajo.
Es entonces, a eso de las dos de la mañana, cuando el tiempo
se detiene a tu alrededor con el simple sonido de fondo de un televisor
estancado en un canal de televenta al por mayor que ameniza la noche lluviosa
de un precoz otoño, que, a diferencia de otros, amenaza con eternizarse en la
agonía bíblica de los recortes estipulados por el plantel de espectros que representativamente
eligen, con mayoría absoluta, los destinos de aquel colectivo anónimo que un
buen día los eligió para gobernar.
Y las palabras, segmentos del discurso unificado habitualmente
por el acento, son cada día más difíciles de entender en lo absurdo de una
prosa disfrazada de verso con la que nos deleitan cada jornada desde un atril enfocado
al centro del universo.
A su Universo.
Supongo que algún antepasado se retorcerá en su nicho con
vistas al mar al observar, desde la lontananza, la lejanía con la que las
instituciones observan los pecados capitales de un colectivo estancado en una
calle cada vez menos transitada por los que eligen los designios confusos de
aquellos que no se mueven del barrio.
El amor de la adolescencia democrática ha dado paso al
pasivismo cruel de aquellas relaciones que ya ni tan siquiera están dispuestas
a entenderse y se soportan desde lejos por el aquello del que dirán.
Pero la parte contratante de la primera parte jamás debería
menospreciar aquel convenio adquirido, aquel día, con el cónyuge que feliz
firmo la redención esperando una vida deseable.
Las historias románticas, como todo, degeneran con el paso
del tiempo y se convierten en recuerdos difusos de un pasado que pudo ser mejor
o, que al menos, pretendía ese fin por encima de cualquier otro proyecto
ininteligible escrito en letra pequeña.
Son las cosas de la vida, son las cosas del amor.
Hoy, como ayer, observamos el panorama desde la ventana sin apreciar
signo ninguno de permuta variable a una mejor predisposición de aquellos que
nos obligan a resignarnos ante la parcialidad de un pluralismo reservado a ese
lenguaje utilizado solo en los grandes eventos internacionales reducido, en los
informativos, a pequeños mensajes optimistas en la cabecera del noticiario de
turno que devoramos, cuchara en mano, discrepando de la validez de la solución
acordada para, como siempre, enterrar el discurso progresista en el armario de
la cocina.
Palabras más, palabras menos.
No puedo ni quiero entender a un mandatario decir aquello de
que solo puede elegir entre lo malo y lo menos malo para un gobierno (creo que
a estas alturas ya es conveniente decirlo) divorciado completamente con un electorado
propio y ajeno que, asombrado, se limita con la soga al cuello a esperar cualquier
esperpento deseable con el que nos quieran convencer de que aún es posible
convertir el agua en vino.
No deberían, si son inteligentes, aprovecharse de la bondad de
un grupo que prefiere pecar de tonto para evitar males mayores demostrando,
como no podía ser de otra manera, mucha más mano izquierda institucional que
muchos diplomáticos espabilados que aprovechan el contexto para ocultar las
formas geométricas de la lapidación de los valores con los que juraron aquel
enlace.
¿Al final?
Al final lo de siempre.
La república independiente siempre será la de tu casa.
¿Y de fútbol?
¿Hubo fútbol?
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