Supongo que esa noche la luna se ocupó de otros menesteres
más importantes que de aquél de iluminar la oscuridad de las sombras
proyectadas en la cuarta pared de aquella función de madrugada.
Es lo que tiene los satélites naturales.
En aquella noche festiva las luces de neón invadieron el
escenario imaginario de aquella celebración esperada por cientos, miles de
corazones ansiosos que, con la necesidad de una libertad taxativa y literaria
sacada de cualquier relato breve de crónicas vampíricas, jugaron por unas horas
a convertirse en todo aquello que soñaron ser bajo la tenebrosa atmósfera de la
conmemoración urbana de la festividad de los difuntos que, como cada año,
disfrazaba egoístamente a toda una capital que circulaba, al menos durante esta
jornada, engatusada bajo los efectos de saberse poseída por el dogma cristiano
de la saga “Crepúsculo”.
La visión desde el altar de aquel templo con perspectivas a
la nada mostraba, desde la normalidad, a una marabunta humana extasiada bajo
los efectos de una música electrónica que, empapada en alcohol, se retorcía
bajo los impactos satánicos de aquel
artista invitado que desde aquella improvisada cabina invitaba a los presentes
a la común oración de aquel Réquiem dedicado a los residentes del Purgatorio.
Las redes sociales, diarios públicos de adolescentes
púdicas, marcaron a sangre y a fuego aquel evento en los calendarios hormonales
de un colectivo necesitado de testosterona en vena para satisfacer las
necesidades secretas de la secreción.
Y los “cienes” se convirtieron en miles multiplicando en
intensidad los decibelios de las sonrisas complacientes del obsceno ritual nocturno
que aventuraba como mínimo la comunión de las masas en la eucaristía mística de
aquello conocido como “botellón” y que era el preludio de la catarsis
espiritual de aquella conexión cósmica con el más allá.
(Fundido en negro)
Cuando, ya por la mañana, aquel individuo de menos de veinte
años se despertó asustado en la escalinata de uno de los accesos que van hasta el vomitorio protagonista del acontecimiento celebrado, ignoraba
todavía la magnitud de un espectáculo del que apenas recordaba nada.
La confusión reinaba en aquel cuerpo menudo que tiritando
buscaba, sin éxito, encontrar la cremallera de aquella sudadera recién
estrenada en el noble arte de la regurgitación para solventar el gélido espíritu
de la desazón en forma de ardor que le azotaba el estómago.
Buscó el teléfono entre sus prendas delicadas para descubrir
la ausencia total de energía en una batería sin conexión con el mundo real y
prosiguió lentamente aquel retorno con destino al hogar familiar que,
seguramente, esperaba su llegada dentro de la preocupación lógica de saberse
cercanos a la tragedia acontecida.
Se difuminó en el horizonte que le llevaba hasta el metro
sin ni siquiera mirar atrás dejando, aquel uno de Noviembre, un desolado
paisaje silencioso alrededor de aquel pabellón deportivo disfrazado de
discoteca.
El cielo acababa de recibir al penúltimo mes de aquel año en
recesión con el color gris que caracteriza la llegada de un invierno insensible
mientras, el astro rey, empezaba a resurgir en la mañana fría de aquel día de
luto para anunciar esa especie de tregua atmosférica pactada con las congregaciones
de fieles que caminaban en grupos camino del camposanto con pocas ganas de
conversar.
Eran las siete de la mañana.
Y la vida, como siempre, mezclaba al fiestero y al
madrugador en un vagón de cercanías con rumbo a una nueva vía muerta donde pernoctar
lejos de las aglomeraciones terrenales organizadas por promotores endeudados
con las administraciones públicas que, careciendo de licencia emocional alguna,
alquilaban espacios de titularidad municipal sin más romántico motivo que el
del ánimo de lucro.
Después de tan terrible infortunio, otra vez, los actos más
nobles y honrados por parte de los poderes legislativos revertirán en la misma
hipocresía de siempre al actuar tarde, mal y nunca después de la desdicha excluyéndose,
por supuesto, de cualquier responsabilidad.
Y eso, que la vida siguió como siguen las cosas que no
tienen mucho sentido.
(A Cristina, Rocío, Katia y Belén)
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