Es posible que la cuesta aquella que me llevaba directamente
a tus pies en aquellos días de rebajas que disfrutabas, como siempre, en
soledad, fuera demasiada empinada para un ciclista de llano acostumbrado a disfrutar
de la velocidad de ver correr el tiempo delante de mí.
Y es normal.
Es absolutamente viable poder o querer entender qué es más
importante el nivel qué el desnivel, porcentaje invisible que cataloga la
dificultad de cualquier ascenso frustrado a una llegada imaginaria en la vuelta
por etapas de la ronda europea de la ilusión por llegar a final de mes en esos
periodos de invierno donde el solsticio transita lentamente hasta el equinoccio
de un primavera ansiada y lejana a partes iguales donde de nuevo, la luz, se volverá
protagonista del largo caminar de cualquier individuo anónimo por el filo de la
navaja de aquello conocido popularmente como crisis, intentando, es de ley
mencionarlo, dejar atrás los duros meses de manta y brasero en los que salir de
casa “costaba” demasiado para las economías que, como siempre, se malcriaban en
constante evolución negativa en las cartillas verdes de los bancos negros.
Y es que después de las fiestas, como después de los
excesos, aparece el bajón que se instala en la azotea de la ambigüedad mental
que confunde felicidad con depresión en esas horas en que los bares apunto están
de cerrar mientras tú apuras el último cigarro en esa noche que se presenta en
luces de neón como demasiado larga para resistirla sin dormir y sin tabaco que
poder aspirar en el salón medio iluminado de tu pisito de alquiler, lugar con
sombras donde te planteas el devenir de las cosas que todavía no han ocurrido.
Y el año se presentaba demasiado cargado de información que
enviar a la papelera de un escritorio con flexo amarillo y botella de whisky
escocés en el que esconder los pecados de una juventud interrumpida en el año
de gracia en el que todavía, el romanticismo, hacía que los miembros de la
orden de la hipocresía inflaran de testimonios los muros ausentes de confianza
de una redes sociales que echaban humo demostrándose, demostrándonos, que en
los artículos que exhibían como normas clásicas de un catecismo social y loable
en el noble arte de la protesta, solo brillaba la publicidad personal de un ego
necesitado de compartir las convicciones personales y privadas en, manda
cojones, los medios públicos púdicos de un exceso de información que no suele sobrepasar
la frontera de Internet.
Pero no nos alejemos de tu casa de muñecas donde conseguí
mis siete tours sin doparme.
No nos alejemos de la cima de aquel valle enclavado en lo más
abrupto de la geografía estatal con la que me encuentro cada vez que pienso en ti.
Dejemos que las rebajas se acaben y todo vuelva a ser como
al principio de aquel camino llano por el que disputamos el liderato de una
clasificación general demasiado influenciada por las etapas de montaña que cada
noche nos tocaban subir con la catalina grande y el piñón pequeño.
Eso sí, debo de reconocer que aquel esfuerzo siempre mereció
la pena.
Después se acabó la temporada y los días de gloria para, de
nuevo, volver a pasar al más ingrato de los olvidos en el camino de tus “circunstancias”,
cúmulo de datos alternantes encerrados en los botes que utilizabas para las
transfusiones y que nunca llegué a utilizar.
Llámame cobarde.
Sabes de sobra que lo mío es la medicina tradicional de
productos naturales que una vez consumí bajo la influencia mística de la
bendita música jamaicana que acompañaba aquella puesta de sol en la playa
norteña donde nos conocimos después de haber competido en aquella carrera
urbana que, como no, ganaste.
Eran los años de los sobres envueltos en bolsas de plástico
negras que, en negro, motivaban la aptitud deportista de aquellos jóvenes desamparados
en las pagas semanales paternas filiales que ayudaban a descubrir la
individualidad en los reservados oscuros de la discoteca de moda de un fin de
semana cualquiera.
Los sobres y el diploma, por supuesto.
Y es que de aquella no existían las comisiones políticas en
los espacios reservados al deporte aquel que se basaba en la máxima de mente
sana y cuerpo sano y se olvidaba de la competición pura y dura que después, en
un afán increíblemente exagerado por ser mejor que los demás, nos inculcaron
como cultura para demostrar, probablemente, lo que no podíamos demostrar.
Y fue entonces cuando la magia dejó paso al orgullo.
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