Caminaba entre
las sombras de otra decepción, esperando, a los pies de su cama, la llamada de
ese móvil que se resistía, mientras lo sujetaba entre las manos, a sonar.
A sus treinta y
cinco años y tres psicólogos mantenía intacto el sueño adolescente de viajar a
la India para conocer las costumbres que, creía, acercaban el espíritu a la
paz.
Yo la conocí
durante esa búsqueda mientras escapaba de un pasado y, supongo, nos aferramos
los dos a ese objetivo marcado con fuego.
Ahora desde la
distancia reconozco que los dos seguimos sin encontrarlo.
Pero prosigamos.
Observaba la
televisión último modelo que no utilizaba habitualmente entre un silencio
sepulcral con la única iluminación de
dos velas aromáticas que chispeaban.
La capital, tan
llena de gente, puede llegar a ser hostil y violenta a la hora de la soledad, envolviéndola,
en una capa de ansiedad y tristeza que embadurnaba el lienzo del pasado.
En la mesa del
comedor dos fotos rotas de figuras exultantes en una playa del norte, en el
pasillo la luz del baño encendida y desocupada, en la cocina, oscuridad.
Se incorporo y
dejó el teléfono en la mesa para encender otro cigarro más de la cuenta
particular de las desdichas y se acercó a la ventana para espiar el mundo
exterior del que cada día se sentía menos partícipe.
Era Diciembre y
las Navidades amenazaban con volver a casa.
La calle estaba
extrañamente desierta bajo un frío invernal y tan solo una pareja de enamorados
retozaba en un banco bajo la atenta mirada de la luna llena.
Reflejada en el
cristal de la ventana sonrió tímidamente intentando descubrir cualquier motivo
al que poder agarrarse sin, de nuevo, alcanzar el éxito.
Sonó el teléfono a
lo lejos que ella
sorprendentemente evito contestar.
Con la mirada
perdida en el infinito se limitó a seguir contemplando la fina lluvia.
El silencio, de
repente, se transformo en un grito unánime en el exterior, ¡GOL!
Era un diez de
Diciembre en Madrid a eso de la diez de la noche.
(A todas esas
Diosas a las que no les gusta el fútbol)
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